lunes, 22 de abril de 2013

La reforma judicial aumenta la indefensión de los ciudadanos frente al Estado


El Gobierno declama progresismo pero avanza hacia la conformación de una seudo-democracia de corte franquista. Se trata de una estrategia que utiliza una retórica “izquierdista” para consolidar un “capitalismo de amigos” y edulcorar hechos antidemocráticos.

Ha recurrido a este productivo método a la hora de aniquilar la división de poderes, de eliminar los controles institucionales, y de erosionar los frenos que ejercen los ciudadanos a través de los medios de comunicación y de los jueces. La reforma que promueve el kirchnerismo es una prueba más de esta deriva autoritaria.

Es bueno recordar aquí que en la España de Franco existía un solo Poder: “El sistema institucional del Estado español responde a los principios de unidad de poder y coordinación de funciones[1]. Por ese entonces la “función judicial” administraba justicia en nombre del Caudillo[2]. Franco, al igual que luego otros dictadores latinoamericanos, fue contrario al liberalismo político que alumbró la Constitución de Cádiz (1812)[3] y que potenció nuestra Constitución alberdiana (1853).

Hoy, como en tiempos del caudillo ferrolano, los argumento para la concentración del poder apuntan tanto a la “eficacia” (“los controles obstruyen las geniales intuiciones del Jefe”), como a un presunto “interés general” encarnado, precisamente, en la persona de doña Cristina Fernández de Kirchner.   

Obsérvese que a consecuencia del híper presidencialismo -que agrede a los partidos políticos-, y de nuestras viciadas prácticas electorales, la obtención de una simple mayoría habilita para ocupar el Gobierno (todos los gobiernos, en todo el país), disciplinar la “función legislativa”, y neutralizar los órganos de control. La ansiedad hegemónica que consume a los ideólogos de la naciente autocracia hace, entonces, urgente poner en un mismo puño al Poder Judicial en donde se detectan focos de resistencia.

Para lograr objetivo tan ambicioso como antirrepublicano, la Presidenta ha diseñado un paquete legislativo que apunta no solo a controlar la designación de los jueces, sino a vigilar que su comportamiento se sujete a las directrices oficiales, y, llegado el caso, facilitar su expulsión merced a criterios viciados de politización.

Otro de los ejes de la reforma procura, por si aquella subordinación resultara insuficiente, blindar las decisiones que la mayoría simple y ocasional pueda adoptar en contra del bloque constitucional federal y cosmopolita que la Argentina fue conformando en un itinerario que comienza en 1853, avanza en 1957 (artículo 14 bis) y se consolida en 1994 con la irrevocable inserción de nuestro país en el orden de los Derechos Fundamentales consagrados en Tratados y Convenios Internacionales (CN, artículo 75.22). 

Inmunidades y privilegios del Estado

A mediados del siglo XIX el Estado argentino no podía ser ni siquiera demandado antes los tribunales[4]; los juristas que defendían tal privilegio del Estado respecto de las personas lo explicaban como una emanación de la soberanía que, de tal suerte, residía en el Gobierno y no en los ciudadanos. Desde entonces hasta aquí, la lucha de los demócratas logró que aquellas inmunidades y privilegios del Estado fueran cediendo en beneficio de los derechos individuales y colectivos de todos y cada uno de nosotros.

Fue así como la Ley 3.592[5] de 1900 suprimió la “venia legislativa[6], abriendo un proceso que profundizaron las leyes[7] de creación de la jurisdicción contencioso-administrativa de carácter judicial[8], y que adquirió fuerza definitiva en dos momentos muy significativos: En 1957, cuando la SCJN hizo lugar recurso de amparo (caso SIRI[9]), y en 1994 cuando la Convención Constituyente incorporó los Tratados internacionales que, entre otros derechos fundamentales, reconoce el derecho a la tutela judicial efectiva.

Adviértase, en este sentido, que antes de esta crucial reforma constitucional de 1994, el derecho de los particulares a acceder a una jurisdicción contencioso administrativa de rango judicial radicaba, ante la restrictiva fórmula del artículo 116 de la Constitución Nacional[10], en la voluntad del legislador ordinario y, como tal, estaba sujeta a revisión o abrogación por parte del Congreso de la Nación.

Por tanto, desde 1994, el derecho a tal jurisdicción judicial plena, que incluye -como no- el acceso a las medidas cautelares, es un derecho fundamental anclado en el bloque constitucional federal y cosmopolita. Como bien explica GARCIA PUELLÉS “la competencia del Poder Judicial de la Nación, cuando un ciudadano reclama por la violación de sus derechos fundamentales, no surge de la ley sino de su propia dignidad como persona o, en el peor de los casos, de los Tratados Internacionales de Derechos Humanos que han sido elevados a jerarquía de norma constitucional por el artículo 75 inciso 22 de la Ley Suprema de la Nación[11].

Si bien subsisten aun algunos privilegios en favor del Estado (jurisdicción especial, plazos procesales, agotamiento de la instancia administrativa, habilitación de instancia, vías ejecutivas), lo cierto es que nuestros legisladores y jueces democráticos han construido un régimen jurídico complejo en donde las relaciones entre el Estado y los ciudadanos tienden a equilibrarse basándose en principios de derecho común[12] (o en normas construidas sobre el principio de igualdad procesal y no sobre prerrogativas),  y en donde las personas cuentan con remedios -más o menos eficaces- para frenar los abusos de cualquier poder público y, si acaso, cubrir sus omisiones.

En este contexto de consolidación del derechos de los particulares a demandar al Estado, la batalla, en la Argentina y en otros países, se ha trasladado al campo de las medidas cautelares; una batalla de especial trascendencia en nuestro país en tanto se inserta dentro de la estrategia del actual Gobierno por rehuir de los controles republicanos.

La pretensión de la Presidente de la República y de las fuerzas políticas que la acompañan de restringir la potestad de los jueces de dictar medidas cautelares contra el Estado, tal y como está formulada en el Proyecto que da origen a esta nota, constituye un avasallamiento al Poder Judicial (ya que no puede concebirse la función de hacer justicia desprovista de las herramientas necesarias para hacer eficaces sus resoluciones) tanto como al derecho de los ciudadanos a obtener una tutela judicial efectiva. Resultan especialmente irritantes la agregación de requisitos habilitantes (artículos 13, 14 y 15) y los plazos de caducidad (artículo 5) de las medidas cautelares, y el régimen recursivo (artículo 13.3) ideado en el Proyecto que acaba de aprobar la Cámara de Senadores.

Cabe añadir, dentro de este breve repaso a los aspectos más regresivos del Proyecto, la autorización prevista por el artículo 17 para que el Estado pueda demandar judicialmente medidas urgentes tendientes a restablecer la normalidad de los servicios públicos[13]. Una primera lectura de su redacción originaria dejaba pocas dudas de que este artículo apuntaba a habilitar intervenciones administrativas contra medidas de protesta protagonizadas por los ciudadanos; vale decir, a regular por la puerta falsa el derecho de huelga y otras medidas de fuerza desplegadas por los trabajadores y otras expresiones sociales. El añadido que, a instancias de una organización no gubernamental vinculada al Gobierno, aprobó el Senado, además de revelar el potencial anti huelgas del Proyecto originario, termina por esterilizar la norma. 

La independencia de los jueces

Es cierto que hay segmentos de la justicia en donde impera la obediencia a los gobiernos de turno o en donde mandan determinados intereses corporativos o personeros influyentes. Es cierto también que no en todos los casos los ciudadanos podemos obtener justicia con la celeridad, objetividad (entendida como imperio del principio de legalidad) e imparcialidad y que en este sentido padecemos un déficit democrático en el ámbito del Poder Judicial. Pero es igualmente cierto que ninguno de los seis proyectos apunta a remediar esta acuciante enfermedad institucional.

Por el contrario, la politización de la designación y remoción de jueces, y las severas restricciones que se oponen a las medidas cautelares contra el Estado van en la dirección contraria y violan tratados de rango constitucional, tal es el caso de la Declaración Americana de Derechos del Hombre (artículo 18), la Declaración Universal de Derechos Humanos (artículo 8), del Pacto de San José de Costa Rica (artículo 8) o de los Pactos de Nueva York.

Sólo la resistencia cívica y los residuos de independencia judicial[14] pondrán las cosas en su sitio.

 

 

 



[1] Ley Orgánica del Estado de 10 de enero de 1967, artículo 2.II.
[2] Artículo 6, de la misma Ley.
[3] Esta Constitución apuntó a poner fin a la monarquía absoluta (“la confusión de funciones, característica del antiguo régimen, era consecuencia de la unidad de poder encarnada en el Rey”). Como explica SANCHEZ AGESTA, “al limitarse y circunscribirse el poder del Rey, surge la función legislativa con un órgano propio, las Cortes, y se separa netamente la organización y el procedimiento judicial” (“Historia del Constitucionalismo español”, Editorial Centro de Estudios Constitucionales, Madrid – 1974, página 98).
[4] GARCIA PULLÉS, Fernando (director) “El contencioso administrativo en la Argentina”, Editorial ABELEDO PERROT, Buenos Aires – 2012, Tomo I, páginas 1 y siguientes).
[5] Esta Ley fue promulgada por el Presidente Nicolás Avellaneda. Así y todo, la Ley 3.592/1900 no otorgó a los jueces el poder de ejecutar las sentencias contra el Estado que, de tal suerte, tendrían efectos meramente declarativos.  
[6] Antes de entonces, para demandar al Estado era necesario obtener una Ley especial a través de la cual el Congreso de la Nación autorizaba al ciudadano a promover una acción judicial contra el Estado. Inaugurando este camino, la Ley 675 autorizó a la compañía Aguirre Carranza a entablar demanda.
[7] Me refiero a las leyes provinciales, dado que, como bien recuerda el Proyecto en debate (Mensaje 377 n° 377 de 8 de abril de 2013), “en el orden nacional no existe un régimen orgánico del proceso judicial frente a las autoridades públicas. Sólo el título I de la Ley Nacional de Procedimientos Administrativos número 19.549, prevé normas reguladoras generales de la admisibilidad de la pretensión procesal administrativa”.
[8] En el temprano año de 1826 el salteño Manuel Antonio de Castro impulsó la judicialización de esta instancia en la Constitución Nacional unitaria que fuera más tarde anulada por Manuel Dorrego (véase Atilio Cornejo “Bibliografía jurídica de salteños”, Ediciones Limache, Salta – 1983).
[9] En los años de 1950, la Policía de la Provincia de Buenos Aires clausuró el diario “Mercedes”, que se publicaba en la ciudad del mismo nombre. La Corte Suprema de Justicia de la Nación hizo lugar al recurso planteado por su director Ángel SIRI, que invocó la violación de derechos constitucionales; la Corte ordenó a las autoridades cesar en las medidas restrictivas de los derechos fundamentales. Con esta sentencia, nace el recurso de amparo que completa y mejora la vía del tradicional habeas corpus.
[10] Algún sector de la doctrina inmediatamente posterior a la aprobación de la Constitución de 1853, sostuvo que el artículo 116 sólo se refiere a las causas en donde el Estado sea parte actora. Era, además, la opinión del Convencional y ministro José Benjamín Gorostiaga.
[11] Obra citada, página 9.
[12] Precisamente esta situación da pie al Gobierno de Cristina Fernández de Kirchner para criticar el régimen jurídico vigente (“el trámite y los requisitos de admisibilidad y procedencia de las medidas cautelares contra el Estado y sus entes descentralizados se encauzan por conducto de las mismas normas procesales que rigen el proceso entre particulares, ignorándose, de ese modo, la preminente nota de interés público que gobierna toda la actividad estatal”), y propiciar un régimen especial y autónomo de medidas cautelares contra el Estado. Si bien no es mi propósito profundizar en este tema, es oportuno dejar sentado aquí la necesidad de debatir y poner en cuestión el concepto mismo de interés público como concepto unitario que define y opera en todos los casos el Gobierno; en mi opinión es más adecuado hablar de intereses públicos y admitir que los mismos pueden ser portados y operados por otros actores sociales en concurrencia o competencia con el propio Estado. Pretender, como pretende el Proyecto que comento, que el argumento del interés público es suficiente para otorgar prerrogativas al Estado, es una pretensión anacrónica y contraria al concepto de “Estado constitucional social de derecho” que esgrime el mismo Proyecto.     
[13] “Cuando de manera actual o inminente se produzcan actos, hechos u omisiones que amenacen, interrumpan o entorpezcan la continuidad y regularidad de los servicios públicos o la ejecución de actividades de interés público o perturben la integridad o destino de los bienes afectados a esos cometidos, el Estado nacional o sus entidades descentralizadas que tengan a su cargo la supervisión, fiscalización o concesión de tales servicios o actividades, estarán legitimados para requerir previa, simultanea o posteriormente a la postulación de la pretensión procesal principal, todo tipo de medidas cautelares tendientes a asegurad el objeto del proceso en orden a garantizar la prestación de tales servicios, la ejecución de dichas actividades o la integridad o destino de los bienes d que se trate. Lo expuesto precedentemente no será de aplicación cuando se trate de conflictos laborales, los cuales se regirán por las leyes vigentes en la materia, conforme los procedimientos a cargo del Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social en su carácter de autoridad de aplicación” (Artículo 17)
 
[14] La principal dificultad que encuentra y encontrará el Gobierno actual reside, precisamente, en la potestad de los jueces para revisar la constitucionalidad de las normas que, seguramente, aprobará el Congreso de la Nación para avasallar su independencia.