domingo, 15 de julio de 2012

Demasiado Gobierno

En el terreno de la realidad política histórica y comparada existen, como es sabido, variadas expresiones o modos de democracia. En realidad, es posible verificar tantas modalidades como países o demarcaciones la han adoptado como forma de gobierno.
De entre este universo de formas históricas, me referiré a dos de ellas: Las democracias con gobiernos exuberantes, y las democracias centradas en la autonomía ciudadana.
La Argentina, de un tiempo a esta parte, parece atrapada en las espesas redes que tejen, para perpetuarse, quienes ocupan el vértice del poder público. La idea que viene imponiéndose por la fuerza de los hechos (a contramando de nuestras reglas constitucionales), pregona las bondades del gobierno fuerte y omnipresente.
El relato de los panegiristas del híper presidencialismo nos dice que se trata de una solución imprescindible tanto para domesticar desobediencias propias del carácter vernáculo, como para adoptar las medidas que unas veces encaucen la prosperidad y otras gobiernen las crisis. Esta forma degradada de democracia entroniza líderes carismáticos, insustituibles, infalibles y si acaso bellos. En paralelo, su dinámica política alienta y alimenta las antinomias y disfruta dividiendo a la sociedad en buenos y malos, amigos y enemigos. Y, ya se sabe, “al amigo, todo; al enemigo, ni justicia”.
Cuando, al amparo de una legitimidad mayoritaria, surge la tentación hegemónica, toda disidencia es repudiable y perseguida; las usinas del poder dedican grandes esfuerzos para acallar preguntas, someter rebeldías, silenciar discrepancias. Sólo valen incondicionalidades y verticalismos.
Casi sin que los simples ciudadanos nos demos cuenta, reaparecen relatos, hechos y omisiones que evocan desgraciados tiempos pasados. Es, por ejemplo, el caso de aquella tristemente célebre frase “por algo será”, que esconde cheques en blanco, miserias humanas y temores.
Por mucho que nos pese, la Argentina transita este peligroso camino o, si se prefiere, está instalada de lleno en el híper presidencialismo, que se nos presenta, en pleno siglo XXI, teñido de matices seudo-maternales. Sin embargo, tengo para mí que este discurso no es sino la nueva cara del mesianismo setentista.
Un gobierno exuberante decide o pretende decidir sobre nuestros ingresos, nuestro consumo (incluidos deporte y cultura), nuestros ahorros, nuestros héroes y nuestros villanos. Esta en el código genético de esta forma empobrecida de democracia el rescribir la historia (para lo cual se montan institutos revisionistas) y, de ser posible, narrar el presente controlando a los medios de prensa o, al menos, la agenda cotidiana de los argentinos.
En este último sentido, si bien estamos afortunadamente lejos de una opinión pública controlada desde el poder, hay que reconocer que en más de una ocasión el Gobierno de doña Cristina Fernández de Kirchner logra que los argentinos hablemos de forma casi excluyente de los temas que ella y sus voceros instalan cada mañana.
¿Cómo hemos llegado a esta situación decadente? Pienso que no es bueno atribuir toda la responsabilidad a quienes hoy disfrutan y ejercen el poder político.
Por el contrario, es preciso reconocer algunas lacras institucionales: El régimen electoral, el federalismo debilitado por la actitud complaciente de los mandatarios provinciales, las restricciones a la independencia de los jueces, la colonización de los órganos de control por personeros de la mayoría, la insignificancia de la oposición, la provocada disolución del sistema de partidos. Y, sobre todo, la inexistencia de mecanismos para hacer directamente operativos principios y valores de la Constitución Nacional.
Y es preciso también admitir que existen falencias en nuestra cultura política. Son legión los que se muestran satisfechos con esta democracia delegada, en donde muchos sólo tienen la posibilidad de ser ciudadanos bianuales en el cuarto oscuro.
Frente a este panorama, ciertamente preocupante, deberíamos volver la mirada a la forma contrapuesta de gobierno. Me refiero a la democracia centrada en la autonomía ciudadana; vale decir, a un estado de cosas en donde los ciudadanos se autogobiernen allí donde resulte posible o necesario (los temas municipales son un ámbito propicio) y  ejerzan el control de los representantes.
Para avanzar en esta dirección tendríamos que derribar las barreras que hoy limitan el accionar de las organizaciones no gubernamentales (centros vecinales, por ejemplo), democratizar y despegar del Estado a los colegios profesionales y a las cámaras patronales, hacer realidad la libertad sindical, garantizar el acceso a la información pública, reformar el financiamiento de la política.
Pero, hay tres enemigos que conspiran contra este tránsito virtuoso: el odio, que separa a los argentinos en réprobos y elegidos; la sed de poder, riqueza y honores; y el miedo que en muchas ocasiones nos paraliza frente a un gobierno sin límites, que va por todo.