sábado, 7 de julio de 2012

Rencores en la magistratura

He dedicado algunas columnas anteriores a reflexionar sobre dos de las lacras de nuestra sociedad provinciana: el machismo y la intolerancia. En realidad, puede que sean dos caras de una misma moneda inspiradas en el autoritarismo y en el desprecio a quién es diferente o a quién se supone débil. Son viejos vicios que se arrastran desde el fondo de nuestra historia y que el último interregno dictatorial potenció ante la mirada cómplice, pasiva o resignada de muchos.
Ambas manifestaciones malsanas se potenciaron en el contexto de odio y violencia asesina que desataron quienes en los años 70 apostaban por exterminar al otro, suprimiendo la política, la discrepancia y los valores democráticos.
Han pasado muchos años y algunas de estas lacras parecen atenuarse; ha desaparecido afortunadamente la violencia y el fanatismo armados, aunque todavía, en determinados momentos y sectores, reaparecen mesianismos y odios que, con pretensión legitimadora, manipulan el pasado y lanzan absurdas batallas por rescribir la historia, en un afán iconoclasta y estéril.
Pero volviendo al machismo y a la intolerancia, quiero referirme a un acontecimiento reciente que logró ponerme los pelos de punta.
Nada menos que en nuestro mas alto tribunal, la Corte de Justicia de Salta, un rencoroso magistrado decidió ejercer su poder para vetar el acceso de una funcionaria que tenía méritos suficientes para acceder a una de las secretarías del tribunal.
Según lo que ha trascendido en la prensa y en el reciente debate de la Cámara de Diputados de la Provincia, aquel alto magistrado logró la solidaridad corporativa para castigar, esa es la palabra, a quién años atrás osó criticarle. No obstante, hay dos cosas mas graves aún: al parecer aquellas críticas habrían emanado no de la funcionara vetada sino de su esposo, y en el veto no estuvo ausente la condición femenina de la aspirante.
Sorprende que una cosa como esta suceda, a estas alturas, en el ámbito de la justicia salteña. Indigna que un alto funcionario, encargado de velar por el orden constitucional y jurídico, se aproveche de su cargo para castigar a alguien por el delito de haber emitido, en su día, una opinión que le resultó molesta. Sorprende que un magistrado incube un rencor personal para, años después, tomarse revancha al amparo de sus altas competencias.
Ha pasado el tiempo en donde los jueces eran poco menos que sacerdotes blindados ante la crítica y la disidencia. Los jueces de un Estado democrático, en el ejercicio de sus funciones, están sujetos no solamente a los remedios jurisdiccionales que se ventilan en las cuatro paredes de la Ciudad Judicial, sino al público escrutinio.
Su diligencia, su apego a la ley, su idoneidad, su independencia del gobierno, de las corporaciones y del poder económico, son cosas que interesan a todos los ciudadanos y, como tales, deben ser objeto de público debate.

(Para FM ARIES)
(En una próxima columna analizaré este conflicto desde el punto de vista político-institucional)

domingo, 1 de julio de 2012

La renovación de la política argentina

Las democracias modernas funcionan razonablemente bien cuando la ciudadanía y las fuerzas políticas que la expresan son capaces de constituir, en cada momento, mayorías de gobierno y minorías de control.
Este buen funcionamiento requiere, además, que los actores políticos acepten lealmente la regla de la alternancia que, a mi entender, veda las relecciones sucesivas y pone sobre las minorías la responsabilidad de mostrar, de manera convincente, el rumbo político del futuro; en ambos casos, sin cerrar la puerta a los consensos cuando resulten imprescindibles para hacer frente a situaciones de emergencia.
En la Argentina contemporánea, en donde son muchos los que comienzan a advertir la inminencia del fin del largo ciclo que homogeneizó el tercer peronismo, aquellas minorías de control y ese espacio donde debiera residir la alternancia brillan por su ausencia o extremada debilidad.
Las refundaciones peronistas
A lo largo de los casi 70 años transcurridos desde su fundación multitudinaria, el peronismo ha demostrado una capacidad de supervivencia mundialmente inédita.
Su éxito tiene mucho que ver con una doctrina suficientemente ambigua, que sintoniza con los grandes ejes de la cultura política argentina tradicional (híper-nacionalismo, democracia plebiscitaria y delegada, estatismo económico y social, preminencia de las corporaciones que controlan la comunidad organizada). Pero también con su singular capacidad para reinventarse adaptándose a los nuevos desafíos.
Los historiadores, sobre todo extranjeros, encuentran dificultades para comprender cómo las políticas puestas en marcha en 1945 (expansión justicialista), 1952 (ajuste y fomento de la inversión extranjera), 1973 (pacto social), 1975 (rodrigazo), 1991 (híper-mercado y convertibilidad), y 2002 (mega devaluación y dirigismo), han sido obra de una misma fuerza política.
El tercer peronismo (o sea, el kirchnerismo) no es sino una manifestación más de aquella infinita capacidad de adaptarse a los tiempos, reforzando algunos elementos que integran la identidad peronista y soslayando otros. Así por ejemplo, la obtención del 54% de los votos ha consolidado su vocación hegemónica (que incluye el ninguneo de la oposición, la manipulación de la historia, y los esfuerzos por gobernar la prensa y someter al movimiento obrero) y su aversión al control democrático.
Nada, o casi nada, hay en el panorama nacional actual (menos en el horizonte político salteño)  que permita suponer que la oposición está en condiciones o se prepara para presentarse como alternativa de gobierno. En este sentido, el caso de Salta, en donde el Gobierno fagocitó a la oposición histórica, incorporando a dirigentes radicales en roles subordinados y gobernando con ideas, estilos y funcionarios conservadores, es paradigmático.
La nueva agenda política y sus portadores
Sin embargo, a estas alturas, pudiera pensarse que la ciudadanía ha comenzado a construir una nueva agenda política. Una tarea lenta y de gran calado que, lamentablemente, no parece encontrar eco en la dirigencia tradicional.
Esta nueva agenda política no solamente recoge demandas contra la inflación, la exclusión social, la inseguridad, la corrupción, el centralismo y los desbordes palaciegos, sino que incorpora también asuntos tales como el respeto a todas las diferencias sociales y personales (pluralismo), garantías de justicia independiente, eficaz y accesible, defensa del ambiente, del paisaje y de la identidad de las ciudades (desarrollo sustentable), y la sobriedad republicana.
El próximo turno político deberá entonces plantearse, necesariamente, reformar incluso la democracia, para reducir delegaciones y centralismos, fomentar la participación cívica en la gestión y en el control y, sobre todo, para garantizar la inmediata operatividad de los derechos fundamentales sociales y de libertad. Vale decir, para avanzar hacia una democracia constitucional, federal y con vocación cosmopolita.
Una reflexión de cara al futuro político, plantea grandes interrogantes: ¿Existen dentro del peronismo actual los factores de cambio que permitirían la fundación del cuarto peronismo? O, por el contrario: ¿Las ideas y los liderazgos en condiciones de formular la nueva agenda, construir la imprescindible mayoría, y gestionar el programa transformador, residen fuera de lo que se conoce con el nombre genérico de movimiento peronista?
Salta, 30 de junio de 2012 (Para el diario "El Tribuno")