jueves, 14 de junio de 2012

Morosidad Judicial en Salta

La administración de justicia atraviesa un período crítico. Al menos si se la observa desde el punto de vista de su eficacia y eficiencia. No me referiré ahora a parámetros relacionados con la calidad de las sentencias, con la precisión y elegancia del lenguaje burocrático, ni –menos- con el acierto en los fallos en relación con las normas jurídicas aplicables a cada caso.
Si bien la situación no es homogénea (en tanto hay fueros que funcionan mejor que otros y juzgados donde la morosidad no es –todavía- alarmante), una evaluación global de los tribunales salteños revela una generalizada lentitud en los trámites, un bajo aprovechamiento de los recursos informáticos, la inadecuación de códigos de procedimientos y de rutinas administrativas, la levedad de las instancias de superintendencia, y una insuficiente dotación de recursos humanos. Dicho esto sin la pretensión de agotar un inventario de las carencias mas notorias.
Los organismos encargados de poner remedio a esta situación, que perjudica sobremanera a los litigantes, no parecen siquiera advertir los problemas. Por lo que se refiere al poder político, la renuencia a abordar la reforma y modernización del Poder Judicial de Salta tiene que ver con su desinterés por la independencia de los jueces, por la celeridad de los procedimientos y por el derecho de todos al efectivo acceso a la justicia.
Las estructuras corporativas (Colegio de Abogados, Colegio de Magistrados) parecen sentirse a gusto con el actual estado de cosas en tanto no se manifiestan reclamando las necesarias reformas ni poniendo de relieve las carencias y lacras que forman parte del panorama cotidiano.
Hay un asunto que ejemplifica la negligencia y desidia de los agentes teóricamente encargados de poner remedio a la situación. Me refiero a las estadísticas judiciales que lleva la Corte de Justicia y que resultan extremadamente rudimentarias. Los datos recopilados y publicados no sirven para evaluar el funcionamiento de los tribunales salteños. Me atrevería a señalar que en los años 60, cuando fui Secretario de la Corte de Justicia, los datos se recogían (manualmente) con mejor criterio que el utilizado hoy en la era de la información.
Más allá de esta precariedad contemporánea, sorprenden las estadísticas sobre el funcionamiento del fuero del trabajo. En efecto, pese a que sin que medie ninguna explicación la Corte lleva un par de años sin publicar datos acerca de los casos resueltos, la información disponible muestra que los tribunales resuelven un poco más del 40% de los casos que reciben anualmente.
La gravedad de esta mora se pone de manifiesto con solo recordar que en los tribunales del trabajo se ventilan asuntos vinculados con derechos fundamentales y alimentarios. En este caso, sorprende el silencio de los sindicatos locales, ante una morosidad que favorece a los patrones desaprensivos.

martes, 12 de junio de 2012

La democracia en crisis

No voy a reincidir en el error sesentista de descalificar globalmente a la democracia por su condición de burguesa. Por aquellos años, la crítica a la democracia burguesa era una crítica lisa y llana a la democracia política, a la que pretendía remplazarse por una ambigua y peligrosa nueva forma de gobierno que, para enmascarar intenciones, se denominaba democracia popular.
En los años 60, al menos para las autodenominadas vanguardias, la denostada democracia burguesa era sinónimo de partidos políticos, de división de poderes, de minorías con derechos, de elecciones que condujeran a la alternancia.
Por el contrario, en la soñada democracia popular imperarían el movimiento (no los partidos), el control de todos los poderes por el Líder, la exclusión de las minorías, y la perpetuación en el vértice del poder. El ejemplo más a mano de tal democracia popular era el régimen imperante en la Europa del Este dominada por el comunismo.
El error de entonces fue creer que las deficiencias de la democracia representativa podían superarse por medio del caudillismo, de la plaza llena y del fin de las disidencias.
Ahora, en los inicios del siglo XXI, la vieja democracia representativa vuelve a presentar averías y falencias, como puede verse con alguna claridad en los países mediterráneos de la Unión Europea, desde Grecia a España, pasando por Italia.
Los partidos políticos tradicionales y mayoritarios se muestran allí incapaces de representar  las nuevas sensibilidades y de resolver los nuevos desafíos. Las elecciones generales no siempre producen ya gobiernos estables y alternativas consistentes capaces de cerrar o encauzar los conflictos. La creciente indignación de los españoles contra el Gobierno recién elegido, es una muestra del nuevo estado de cosas.
En la Argentina las manifestaciones de esta crisis de la democracia son, a mi modo de ver, tres;
El desprecio a las minorías, que expresa el rodillo que comanda quien obtuviera el 54% de los votos;
La crisis de los partidos políticos, absorbidos, domesticados, divididos, desorientados; y, por último,
La ausencia de controles genuinos sobre los poderes públicos.
La más moderna doctrina europea que pregona el nacimiento de una virtuosa democracia constitucional, donde los poderes públicos y privados actúan sometidos a las normas de la Constitución que son directamente operativas, constituye un gran avance en la buena dirección.
Lamentablemente, aunque en el elenco gobernante hay gente que ha leído sobre esto, en Salta no hay ni rastros de una democracia constitucional. Asistimos a la decadencia de las formas tradicionales de representación, aunque edulcorada por rostros juveniles y sonrientes que ocultan una voluntad cesarista.
Salta, como la Argentina, precisa un salto de calidad hacia más democracia directa, más control ciudadano, mayor educación cívica, más administración apegada a la ley, y una justicia independiente.
Precisamos romper el ente “Política & Negocios SA”.