jueves, 16 de diciembre de 2010

Oligarquías

Un amigo que tiene a bien escuchar mis columnas en “Compartiendo su Mañana”, me manifiesta su sorpresa porque en varias de ellas usé el término oligarquía, una palabra que parece haber perdido su fuerza y el prestigio ganado en ciertos círculos intelectuales de señalada influencia en los años sesenta y setenta.

Según los diccionarios, oligarquía es el gobierno de unos pocos, ya se trate de una familia o de una casta. Por extensión, la oligarquía es un grupo que, además del Gobierno, logra controlar los resortes del poder económico e imponer pautas de actuación social.

En Salta, a lo largo de nuestra historia, la palabra se cargó de significados levemente diferentes.

Así, fue utilizada por uno de los dos partidos hegemónicos en el siglo XIX (el orticismo) para referirse a sus adversarios (los Uriburu). Más tarde, en los años sesenta, fue usada para denostar simultáneamente a los herederos de aquellos dos viejos partidos/familias. En realidad, en estos años, la palabra servía para identificar, con sentido peyorativo, a las autodenominadas familias beneméritas.

Desde entonces y como es notorio, las cosas han cambiado mucho en nuestra Provincia. No obstante, cabría preguntarse si estos avatares han hecho desaparecer o no a la oligarquía. Sin pretender responder a esta pregunta, me atrevería a adelantar que hay nuevos grupos que detentan el poder (no sólo político) con pretensión hegemónica propia de las oligarquías.

Para identificarlos, más que repasar la lista de altas autoridades de los últimos treinta años, habría que referirse a cuatro atributos esenciales: El primero es la ambición por poseer grades extensiones de tierras compradas a buen precio. El segundo es la voracidad por el agua para regar plantaciones y mansiones. El tercero, es la relación de distante desprecio que sus agentes mantienen con el común de los mortales. El último, la pretensión (a veces lograda) de vivir por encima de la ley.

Hay muchos trabajos históricos sobre la propiedad de tierras, pocos dedicados a los derechos de agua, pero ninguno referido a la fascinante trayectoria de la segunda mitad del siglo XX.

Si alguien se tomara la tarea de bucear en nuestra realidad política y económica, seguro que podría construir un mapa de los nuevos individuos y grupos que concentran el poder con vocación excluyente. Y podría, además, identificar los territorios donde se asientan los nuevos poderosos que han sucedido a los que antaño reinaban desde La Caldera.

Los eventuales investigadores de este fenómeno salteño, tropezarían con una dificultad: La inexistencia de un marco teórico que vincule oligarquía y desprecio. Una carencia que probablemente se deba a que en otras latitudes, los poderosos, más inteligentes y antiguos que los locales, no ejercen el desprecio social como manifestación de su poder superior.

Mi tía Sarita

Desde muy joven mi tía Sara Adela se rebeló contra el orden establecido negándose a estudiar magisterio y declarándose inútil para las labores manuales típicamente femeninas como el coser y el bordar.

Mientras su rebeldía maduraba, se zambulló en la bien surtida biblioteca hogareña, dispuesta a no respetar las prohibiciones dictadas por las autoridades eclesiástica y familiar. Fue así que leyó, por primera vez, al anatematizado Gabriel D’ANUNZIO, al excomulgado José María VARGAS VILA, y al pecador Alejandro DUMAS; también a Emilio SALGARI, tolerado por las furias.

Eran tiempos en donde el control de las lecturas corría a cargo de la Iglesia que su limitaba a publicar, en la puerta de los templos, listados de autores prohibidos y a augurar los fuegos del infierno a todo aquel que contraviniera su vetos absolutos. Fue bastante después, en los años 70, cuando ciertos Coroneles iletrados y de triste memoria decidieron quemar libros en plena Plaza 9 de Julio, y obligaron a otros perseguidos a la penosa auto-incineración de textos sospechados.

Sara Adela, sintiendo verdadero horror a convertirse en un retrato robot de la típica niña de provincias, rechazó enfáticamente seguir el plan al que por ese entonces debían someterse las jóvenes de la clase media salteña y logró que sus padres aceptaran su decisión de viajar a Buenos Aires para estudiar Filosofía y Letras.

Quiso trabajar (y trabajó) mientras cursaba la carrera (tenía la obsesión de contribuir a la modesta economía de su familia en Salta), y pronto se liberó de las agobiantes reglas del Colegio de Señoritas en donde se albergó nada mas llegar. Su salud le impidió concluir su carrera, pero pudo asistir a clases de personalidades como Ricardo ROJAS o Cristofredo JACKOB, y a disertaciones de Alicia MOREAU de JUSTO y Rabindranath TAGORE, que influyeron en su visión de la vida y del mundo.

Agobiada por la interrupción de sus estudios, regresó a Salta donde volvió a rechazar ofrecimientos para desempeñarse como maestra que terminaron de decidirla a trasladarse a Córdoba a seguir la carrera de Odontología. Así fue como, afortunadamente para ella y su familia, terminó convirtiéndose en la primera dentista salteña que ejerció en la ciudad.

Aunque había decidido no hablar nunca de ello, se enamoró como solamente lo hace una mujer independiente, una tercera mujer, pero un drama le arrebató a su amor y la sumió en una profunda tristeza. Hasta que llegó de Polonia el magnífico caballero que sería su marido hasta el fin de sus días.

Le apasionaba tanto lo local como lo universal, y vivió las tensiones de una auténtica cosmopolita. Volcó sus esfuerzos solidarios con la gente y con la Iglesia del pueblo de sus amores (Coronel Moldes). Albergó a muchos europeos, generalmente médicos, que huían con sus familias de la gran guerra y de sus consecuencias ulteriores.

Se enroló, sin que ello desmintiera su juventud rebelde, en el sector mas avanzado de la democracia cristiana y participó activamente desde allí en la política salteña, bien es verdad que con las restricciones que imponían la pertenencia a un partido de ideas y minoritario.

Sobresalió siempre por su elegancia, por sus modales refinados y por el toque femenino que sabía dar a todas sus actividades sociales y profesionales. Fue una excelente anfitriona (poseyó el arte de recibir) y una amena, culta e incansable conversadora. Sin embargo, sus tertulias poco tenían que ver con los clásicos y consabidos te-canasta que convocaban ciertas damas de su generación.

Recorrió el mundo y sus regresos eran motivo de enormes reuniones familiares en donde sus sobrinos disfrutábamos de sus detallados relatos de las ciudades ultramarinas que visitaba, siendo Roma (sus iglesias), Cracovia (sus jardines) y el Palacio de la Princesa LUBOMIRSKI los sitios que describía lujosamente. En los años 70 volvió a viajar, pero esta vez su principal motivación era estar cerca de sus familiares exiliados en Madrid.

Soy varias veces deudor de Sara Adela. No sólo por aquellas visitas solidarias, sino desde el punto de vista de mi acotada cultura literaria: Ella fue quién me “presentó” a Gabriel D’ANUNZIO (autor que a sus 95 años seguía leyendo en italiano) y, fallecida ya y gracias a la entrevista que le hicieran las profesoras Raquel ADET y Miriam CORBACHO, me condujo al espléndido José María VARGAS VILA y a sus poemas sinfónicos.

lunes, 13 de diciembre de 2010

La militarización como excepción democrática

La consigna “no criminalizar la protesta” sirvió para descomprimir determinadas tensiones sociales; sobre todo tras el estallido económico y político de los años 2001 y 2002. Cabe añadir que su aplicación ocasionó, a su vez, severos perjuicios a los ciudadanos, cuando la protesta tolerada por el Estado se traducía en cortes de vías de comunicación o en la paralización de servicios esenciales.

Pero, pasado el tiempo de crisis, aquella decisión de “no criminalizar la protesta” se ha traducido lisa y llanamente en la indefensión ciudadana y en la quiebra explícita del Estado de derecho encargado de garantizar los equilibrios vitales entre atribuciones y responsabilidades, entre el interés general y los intereses sectoriales, entre derechos de grupos y derechos ciudadanos.

Las protestas llevadas a cabo sin atender a las reglas, resultan particularmente irritantes cuando son protagonizadas por quienes tienen la posibilidad de alterar el funcionamiento de sectores o actividades estratégicos. Tal es el caso, por ejemplo, de los pilotos de aviones, de los controladores aéreos o, por citar un asunto relevante en la Argentina, de los camioneros con capacidad para bloquear empresas o poner sitio a lugares públicos o privados.

Por esto me parece de interés comentar aquí la reciente decisión del Gobierno socialista de España de militarizar a los controladores aéreos, un grupo sindical formado por menos de mil profesionales que habían decidido, una vez más, poner en jaque a dos millones de ciudadanos que pretendían viajar.

La medida española, ajustada rigurosamente al orden constitucional inaugurado en 1978, expresa la voluntad del Gobierno de hacer respetar el orden de prioridades que es propio de cualquier democracia moderna. Si bien todos (o casi) tienen derecho a protestar, peticionar o hacer huelgas, han de ejercerlo sin ocasionar daños irreparables o excesivos a otros derechos de igual o superior jerarquía constitucional.

La idea de que las huelgas y las protestas no están sujetas a reglas y de que cuanto más dañinas mejor, no es una idea progresista, como erróneamente se pregona en la Argentina. Resulta, por el contrario, un postulado antidemocrático y corporativo que destruye las bases de la convivencia plural y pacífica.

Conviene recordar que la voluntad política no es suficiente para que un Estado pueda garantizar los servicios esenciales y los derechos colectivos fundamentales. Precisa disponer de medios alternativos preparados para sustituir a los huelguistas ilegales y desalojar a quienes obstaculizan la circulación despreciando a los demás. A diferencia de lo que sucede en la Argentina, el Estado español cuenta, desde antiguo, con estos medios, como ha quedado de manifiesto con el reemplazo de controladores civiles por personal militar especializado.