martes, 5 de octubre de 2010

Don José Fernández Molina

Mis buenas amigas, hijas del homenajeado, han tenido la deferencia de convocarme a recordar la figura de don José Fernández Molina, hombre de bien, catedrático de la lengua, exquisito y laureado poeta, promotor de bibliotecas populares, estupendo caballero, hombre de la radio, que fuera relevante guía de las familias salteñas que, al mediodía, se citaban para escucharle en su célebre columna “Perdone que lo interrumpa”.

Si el reconocimiento del poeta es amplio, como lo muestra su presencia en las antologías más exigentes, y permanece aún en medio de las dificultades con las que tropiezan los autores salteños para publicar y difundir su obra, la producción de don José Fernández Molina como columnista radial está confinada en la memoria, frágil y fragmentaria, de quienes tuvimos la oportunidad de seguirle a través de las ondas salteñas.

Con aquella su columna “Perdone que lo interrumpa”, don José Fernández Molina enriqueció el éter por casi treinta años. Lo hizo con su lenguaje de un purismo vallisoletano, aportando ideas y reflexiones acerca de lo divino y de lo humano; de la vida y la muerte; de las buenas costumbres; de los valores a conservar; de los vicios a eludir; de la cultura del esfuerzo y de la ética de la solidaridad. en un ejercicio perseverante, de calidad invariable, que me atrevería a emparentar con las columnas periodísticas de los académicos españoles Julián Marías y Fernando Lázaro Carreter.

Gozaba don José Fernández Molina de una envidiable voz, clara y resonante, hecho que acentuaba su fuerza comunicativa ante los micrófonos y en las aulas. Si bien en mis tiempos del colegio nacional de salta (estoy hablando de finales de los años 50) los profesores asistían muy bien vestidos, don José Fernández molina sobresalía por su pulcritud que no desmentía su condición de poeta, en tiempos donde poesía e informalidad solían ir de la mano.

Destacaba también por su sentido de la disciplina que hacia respetar sin asomo de autoritarismos, tanto como por su convicción de que las sociedades, la escuela entre ellas, generan jerarquías que es preciso respetar ajustándolas a los valores republicanos, desmintiendo así, sin estridencias, la hoy difundida creencia de que cualquier escalafón es una rémora de pasados dictatoriales.

Dos cosas llamaban mi atención de joven alumno de castellano y fiel oyente de “Perdone que lo interrumpa”.

En primer lugar, su preferencia por el trato de usted, respetuoso y cálido a la vez, acorde con los cánones del idioma y de los buenos modales. Una elección que convertía en excepcional el elegante tuteo y en extravagante el casi vulgar voseo. Seguramente mi admirado profesor se hubiera llevado las manos a la cabeza al advertir la difusión guaranga del voseo, o al constatar formas idiomáticas que han hecho escuela en el trato cotidiano como esa de llamar abuela a cualquier persona mayor, o papito a cualquier viandante.

La segunda de aquellas singularidades se refiere a su dimensión como profesor. Don José Fernández Molina pertenecía a esa especie de docentes que entienden su profesión no como un mero trámite unidireccional, sino como un diálogo constructivo que pretende enseñar a estudiar y a razonar, y que no descuida la enseñanza del saber estar como materia que debe conjugarse con las ciencias y las artes tradicionales. Integraba, digo, las disminuidas huestes de docentes que se esfuerzan por lograr que sus alumnos aprendan y saquen provecho de cada lección.

Añadiré que, habiendo nacido santiagueño y siendo profundamente salteño por elección, fue por encima de todo un ciudadano del mundo, curioso, conocedor de las antiguas y modernas corrientes del pensamiento y atento a las innovaciones literarias que nacían y circulaban más allá del Valle de Lerma.

Aquella ciudadanía de vocación universal, una condición con la que me siento identificado, era en don José Fernández Molina expresión de su curiosidad, de su apertura mental, de su distancia de los tradicionalismos rudimentarios, de los patriotismos mezquinos.

Su oficio de poeta le llevó a expresar su deseo de vivir en casas con “ventanas generosas”. Lo que para el común de los mortales serían ventanas grandes, el las definía como ventanas generosas. Era un deseo acorde con su vocación de ver y vivir la vida sin anteojeras, de contemplar la realidad con pretensión abarcativa, de superar estrechos localismos sin desdeñar lo local.

Cuando hace unos días un amigo me recordó esto de las ventanas generosas, me resultó inevitable unir esta metáfora de la vida terrenal, con la metáfora bíblica de la puerta estrecha que expresa las dificultades para entrar en el edén.

Desde siempre admiré su formación alberdiana, origen del mejor liberalismo republicano y progresista. Con el paso de los años, he llegado a estimar sobremanera su pertenencia al partido de los moderados. Puede que en los lejanos años sesenta, años de radicalismos, de rupturas generacionales y de turbulencias demoledoras, marcados por el mayo francés, me sorprendiera aquel su talente reposado y casi distante que hoy comprendo, como uno más de los que llegamos rezagados a aquel partido que hoy me ilusiona.

Es justo y oportuno que las autoridades hayan dispuesto rendir en este tiempo un homenaje permanente a don José Fernández Molina, colocando este busto en lugar destacado. Justo por los merecimientos del homenajeado. Oportuno por que evoca a una figura serena, que practicaba el diálogo y la tolerancia, que cultivaba el lenguaje como vehículo que comunica y enriquece a las naciones, que creía en el valor de la buena educación sin dogmas; una figura modesta más allá de su brillo intelectual, alguien que siendo importante, no presumía de ello.
Una figura que no necesitó exhibir credenciales ni buscar afanosamente el poder para obtener el respeto ciudadano.

Me sumo con entusiasmo y convicción a este homenaje que, siendo patrocinado por los poderes públicos, es compartido por los miles que fuimos sus alumnos y sus oyentes.

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