domingo, 11 de julio de 2010

Excluidos del bienestar

Nuestras estadísticas están bajo sospecha desde que el INDEC fuera intervenido para convertirlo en un instrumento del gobierno de turno apartándolo de su rol técnico tradicional. Sin embargo se habla menos de las insuficiencias de las estadísticas argentinas. Vale decir, de la existencia de fenómenos socioeconómicos o demográficos que el ente oficial ignora o que mide defectuosamente, no ya por designios políticos sino por falta de actualización de sus procesos y rutinas.

Estas carencias estadísticas dificultan la toma de decisiones políticas adecuadas tanto como la realización de investigaciones científicas que resultan imprescindibles para que nuestro país resuelva sus principales problemas. Sobre todo en los ámbitos de la integración social y de la cohesión territorial.

Algunas estimaciones señalan que en nuestro país hay cerca de un millón de jóvenes que ni estudian ni trabajan. Sin embargo, es muy poco lo que podemos conocer acerca de las causas y de las consecuencias de una situación que, en la mayoría de los casos y más temprano que tarde, desatará procesos individuales de exclusión social.

Al apelar a este concepto de exclusión social pretendo referirme a un estado poco conocido que afecta a un número creciente de personas, jóvenes y no jóvenes, que habitan en nuestro territorio. Se trata de un universo, que en Salta tiene un peso numérico cada vez mayor, sobre el que se carece de datos desagregados que nos permitan segmentar los casos de exclusión y, acto seguido, diseñar los instrumentos correctores apropiados.

En realidad, casi todos los programas de ayuda a las personas que se sitúan más o menos lejos del núcleo con acceso a los buenos empleos, al ocio, a la ciudadanía y a las prestaciones del Estado de Bienestar, consisten en paliativos materiales. Vale decir, en ayudas pensadas para abordar el problema de la pobreza entendida como insuficiencia de rentas, pero no el problema de la exclusión.

En una primera instancia habría que atribuir la presencia de aquel millón de jóvenes NI, a múltiples factores. A las debilidades del aparato productivo (que no genera los empleos suficientes), a la legislación laboral (pensada para defender al conglomerado mejor dotado), y a las carencias de un sistema educativo que no puede recuperar a quienes lo abandonan. Pero tendríamos que pensar también en las debilidades o inexistencia de las familias donde han nacido estos jóvenes NI.

Y sobre este punto la oscuridad estadística es abrumadora. En parte porque el INEC no aborda el problema. También por la relativa novedad del fenómeno en el campo de las ciencias sociales y estadísticas. Pero fundamentalmente porque el seudo progresismo vernáculo cree, desde hace mucho tiempo, que hablar de la familia es asunto de la derecha.

Mientras, los gobiernos europeos realmente progresistas, tanto en sus versiones socialdemócratas como en las socialcristianas, sí han desarrollados instrumentos idóneos para medir el fenómeno de la exclusión social y diseñado políticas para abordarlo. Me limito a citar el Panel de Hogares de la Unión Europea y la Iniciativa Comunitaria que coordina este espacio de las políticas sociales..

La precariedad de nuestras instituciones tradicionales alcanza también a las acciones de Responsabilidad Social Empresaria (con la destacada excepción del Proyecto PESCAR), a los programas de ayuda a la familia, y al régimen legal del voluntariado.

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